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Cortázar es el mejor

Me despierto un lunes a las 7 de la mañana con un sueño que me acompaña por los siguientes treinta minutos, un sonido chirriante suena cerca del patio, como el de una podadora vieja y echada a perder. Pienso en los siete capítulos que leí en la noche del domingo de Crimen y Castigo, qué si la vieja ursurera tenía la culpa  no, que si Raskólnikov es un maldito demente enfermo que si Razumijin solo acompaña y que su familia no percibía ni se daba cuenta de un terrible acto. Busco un libro cerca de mi estante: Final del Juego, de Julio Cortázar, con el borde de la contratapa casi saliéndose, una etiqueta de la librería Antártica y unas hojas que desean ser leídas por lo nuevas y vírgenes que están. Me siento en el sofá, leo la Continuidad en los Parques, no recuerdo qué sucedió, tal vez no es todo como yo lo pensé o tomé como religiosamente verdadero el comentario de Roberto Bolaño en la contratapa: "Cortázar es el mejor".

Pasé por un motón de historias, un montón de pensamientos, de quiebres de la propia vida que en algún momento pensé que sucederían y no de esa misma forma. Que si el despertarme totalmente lúcido siendo capturado en un período histórico totalmente distinto pasando un montón de años un axolótl, que si Lucio, perdiéndome entre palabras, o quizá construcciones de la realidad. Tenía que despertarme temprano toda la semana, entonces me sobraba mucho tiempo. Me vestí y fui a la biblioteca, sacando casi a la fuerza dos títulos más: Todos los fuegos el fuego y Bestiario. No recordaba ni siquiera cuál fue el último libro que pedí, tal vez el Cartero de Bukowski, o Seda de Baricco, Hojas de Hierba de Whitman o 11-S de Greif.

Regresé al asiento, mis ojos se desplazaban rápidamente por la tinta plasmada en ese árbol luego convertido en un producto de entretención y útil para estanterías, increíblemente adicto, fueron siete horas de lectura. Quería más, quería. Fui a la biblioteca, casi cerrando ya que a las 18 estaban alistándose para terminar el día, fui y no me dejaron pedir títulos, casi como una terrible ocasión me dejaron sin libros. No todo estaba acabado para mí. Saqué mi billetera, treinta mil pesos todos doblados, aún sin ocupar de la antigua venta de mi bicicleta de hace cinco años, corrí hacia la librería cerca del centro comercial , una pequeña habitación con una vitrina llena de editoriales económicas y poco vendidas. Quedaban tres títulos, porque los otros siete se los habían llevado los miembros del club de lectores del Café Moulián, viejos de setenta años que no tenían nada más que hacer que hablar de literatura a diestra y siniestra sentados en conjunto.

Lo logré, compre cuatro títulos usados: Libro de Manuel, Rayuela, Los Premios, y las armas secretas. Ustedes no saben lo que yo quise y pude hacer. Nadie menos que yo sabe lo que es leer treinta horas consecutivas a Julio. Comer es una pérdida de tiempo, ver televisión lo es aún más, nada menos que leer para mí es y era la única salvación de mi falta de trabajo, de la falta de pago de la luz que tenía hace dos semanas, del patio totalmente desordenado y lleno de hojas de otoño, y mi creciente espíritu por devorar esos libros.  Finalmente me dediqué a dormir, tal cual satisfecho cazador que comió a sus presas.

Algo era raro, sentía que un hombre con barba,con un gato y un acento francés notablemente marcado invadía mis sueños, o más bien, iba a visitarme. Conversé una vez con él, de clásicos griegos, de jazz, de la dictadura argentina, de Francia, de la familia, y de que lo último que esperaba era una recompensa. Tal vez un lector que se hiciera parte de las obras, que no se dedicara a interrumpir su escritura, que no supiera lo ínfimamente escondido que tenía cada significado en conjuntos de palabras, oraciones completas. A veces, en un espacio en blanco, lo encontraba de espaldas leyendo un libro, pero no lo molestaba.

Yo no sé si soy un buen lector, pero desde ese día siempre me visita, o lo ve de cerca. Julio me hace compañía. Julio es el mejor.



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